“No se trata de leer libros; sino de entenderlos”
Emilio “ El Indio” Fernández
Octavio Paz alguna vez le decía al poeta Alí Chumacero: “No será que nosotros leemos sólo para justificar nuestra holgazanería”. Esta reflexión puede tener mucho de acierto. Pero si existen vicios en este mundo, nada mejor que el delicioso vicio del leer.
Una vez platicando en un café del centro con un buen amigo, el escritor Víctor Gerardo Grajeda Vargas, le pregunté ¿Y tú, cuántos libros te lees al año? Respondió sin titubear: “Tres” (me miró a los ojos mientras aplastaba su cigarro consumido sobre aquel sucio cenicero, y completó la idea) “Tres, a la semana”. De que hay casos como este, los hay.
Mientras que el lector de clase baja atesora un puñado de libros en su modesto estante, “Los que ya he leído”, dice con orgullo.
El mexicano de clase media que posee una biblioteca más o menos nutrida, se refiere a ellos como: “Los que tal vez algún día leeré”.
El adinerado que acumula bibliotecas enteras, con ediciones en letras de oro, con los clásicos que van desde La Iliada y La Odisea de Homero, hasta El Quijote de la Mancha, llegando a Nietzsche, Faulkner, Stendhal; Neruda, Alberti y Huidobro; García Márquez, Saramago hasta Dan Brown, los contempla como quien mira a un edificio, y exclama con cierto dejo de nostalgia: “Los que nunca jamás leeré”.
Recuerdo que en el filme Buscando a Forrester se presenta una escena en donde el joven Jamal cuestiona a Sean Connery, de oficio escritor, mientras el muchacho observa aquella gran biblioteca, le pregunta asombrado: “Y todos esos libros los ha leído usted”, a lo que le contesta con cierta ironía: “No… Son los que he escrito”.
Pero en una sociedad en la que persiste la fatiga, el ocio ante las letras, donde en vez de leer algo preferimos que ese algo se nos muestre con imágenes, lo que con palabras no queremos saber, recordando que, como la certera y gastada frase nos explica: “Una imagen vale más que mil palabras”.
En un país donde la mayoría prefiere hundirse en un sillón, en un sofá o en una hamaca a contemplar los programas televisivos, las telenovelas que siempre terminan en lo mismo (refritos de refritos), los talk shows donde la cotidianeidad es sinónimo de mediocridad, y nos reímos en ellos de la vida frente a la caja idiota, como lo hacemos el Día de Muertos en donde nos reímos de la muerte de los demás, pero de la nuestra jamás, pues todavía no la conocemos.
En un país como el nuestro en donde el “deporte nacional” por excelencia es el alcoholismo, es echarse las cervezas con “los cuates”, en donde se habla de fútbol y de la nueva bailarina del burdel de preferencia, mientras se comen pepitas y viejos y suaves chicharrones ¿Usted cree que éste es el escenario preciso para la cultura del leer? ¡Verdad que no! ¿Usted cree que con estas costumbres mejorará nuestro país?
Pocos levantan la mano para defender el precio del libro, que por cierto no está dentro de nuestra canasta básica; pero la mayoría se queja del alza al precio del alcohol.
Imagínese este escenario:
Está usted en la sala de su casa en su día de descanso, al lado suyo una buena jarra de agua fresca, con harto hielo, o el refresco de su preferencia, sentado en un sofá, cruzado de piernas ¿o porqué no?, en una hamaca meciéndose. Entre sus manos un buen libro, disfrutando de una buena lectura, con las puertas y ventanas de su sala bien abiertas, cuando de pronto, y en el umbral lo sorprende una visita inesperada. A poco no le daría pena que llegaran a pensar: “Qué flojo, no le da vergüenza gastar su tiempo de ese modo, acostado sin hacer nada”.
Si esto es tal cual, entonces digamos “Que viva la hueva y disfrutemos de los privilegios que el leer nos da”.
El comentario de Paz a Chumacero puede tener mucho de razón; pero lo cierto es, que mediante la lectura es la forma en que pulimos nuestro intelecto, nuestra inteligencia y nuestra capacidad para resolver problemas, viajamos a todos lados y sin pagar boleto.
Mientras el Ministro de Relaciones Exteriores, un Embajador de un país, o un hombre rico, dicen: “Recuerdo que en tal lugar vi”. El lector común, orgulloso, comenta: “Recuerdo que en tal libro leí”. El libro es el vehículo.
Para el periodista Miguel Sánchez de Armas “los jóvenes no sólo no leen a los escritores, sino que no saben que existen”. Durante una conferencia realizada en la ciudad de Villahermosa, de Armas compartió la anécdota que una vez en clases le preguntó a sus alumnos de Noveno Semestre de periodismo si sabían “Quién era Alfonso Reyes”, y uno de ellos levantó la mano tímidamente y dijo: “Un jugador de fútbol… pero ahorita no recuerdo en qué equipo juega”.
El libro cabe en el bolsillo. No gasta luz. No cansa la vista. Es pequeño y bonito y barato. Y como ventaja principal, con él se puede usted matar las moscas que se posan de repente en su cabeza, lo que no se puede hacer con el Televisor… o al menos que lo intente.